Durante varios años, en una época no muy remota, tuve
un café en donde los desayunos se hicieron muy populares. En la carta -original
y diseñada por los propios socios- había un sándwich al que decidimos llamar “El
Mañanero”, porque traía todo lo que usualmente se desayuna en mi país, pero
dentro de dos rebanadas de pan: jamón, queso a la plancha, tocineta (bacon,
panceta) crujiente y un huevo frito.
Nada más delicioso y nutritivo que comenzar el día con
un desayuno completo, compacto y sencillo. Nada más estimulante y disparador de
endorfinas para el resto del día, que comenzarlo con una sesión de sexo suave,
tibio y sin pretensiones. Por eso ahora, en retrospectiva, pienso que el nombre
que le dimos a aquel sándwich no pudo ser más acertado.
Por mucho tiempo pensé que eso de tener sexo al
despertar era un fastidio total. Claro, cuando te lo imaginas un día de semana,
donde tienes que pararte temprano para ir al trabajo, dejar a los niños en la
escuela, preparar desayunos, etc.; cuando ese acto entre sábanas arrugadas se
convierte en minutos preciosos que estás dejando de usar en dormir “cinco
minutitos más”, arreglarte mejor el cabello o disfrutar con más calma el café, ese
mañanero lógicamente pasa a ser lo que los gringos llaman “a pain in the ass”, literalmente.
Pero algo muy distinto es tener ese sándwich caliente,
con diversidad de texturas en su interior, como el preludio de un domingo en el
que no tienes hora para levantarte, donde despiertas justo cuando tus ojos se
abren porque ya no quieren estar más tiempo cerrados y volteas hacia el otro
lado de la cama y encuentras el cuerpo tibio y rotundo de un hombre –sobre todo
cuando no es lo usual, cuando no lo nombras como “el monigote que ronca a mi lado de lunes a lunes”- y tus primeros
movimientos hacen que él despierte también y abra un brazo para atraerte hacia
su cuerpo y entrelaza sus piernas con las tuyas. Es allí cuando empieza a cocinarse
el mejor Mañanero de todos los tiempos.
Las tiras de cerdo comienzan a crujir en las brasas,
la clara de huevo hace burbujas en la sartén, el queso se derrite en la plancha
y el pan se tuesta al punto exacto. El café comienza a regalar su aroma desde el fuego bajo y las naranjas recién exprimidas le agregan al todo un toque de
frescura imprescindible…
Aún medio dormidos, los cuerpos se reconocen entre
mechones de cabello desordenados; los labios se encuentran y las lenguas se
funden aliviando la sequedad de tantas horas pegadas al paladar. Allí, en ese
momento, no importa nada. Ya no preocupa
no estar maquillada o incluso que los restos de mascara circunden
tenebrosamente los ojos; no importa que los dientes no estén debidamente
cepillados, ni que la barba raspe. En ese momento lo único que se siente es el
calor debajo de las sábanas, el rayito de tenue luz filtrándose por la persiana
y esa mano que busca la tuya hasta encontrarla y llevarla en un
largo paseo hasta el centro de aquel cuerpo que minutos antes reposaba en
total relax. Una exploración a ciegas, para encontrar lo que ya conocemos, pero
que nunca deja de sorprendernos: un mástil que se repotenció durante la noche y
que en la mañana se te ofrece en todo su esplendor; una cueva húmeda y febril
que se abre como flor con el más leve toque de dedos ajenos.
Irremediablemente, alguien cabalga al otro, o lo
embiste de lado cual experto torero y así, sin aspavientos, sin acrobacias ni
deslumbramientos, comienza a prepararse el más delicioso desayuno en donde
partes del cuerpo crujen, mientras otras se esponjan, donde el aroma a sexo
comienza a desperezarse entre las sábanas y el hambre de dar y recibir placer
se cocina a fuego lento.
Las sensaciones a esa hora del día y bajo esas
circunstancias, son distintas. Más vívidas; podría decirse que más emotivas y
menos estereotipadas, pero terriblemente eróticas! Tal vez sea porque la mente
aún no despierta del todo y no está “en guardia” para hacer su despliegue de
histrionismo. No es momento para posturas o clichés, ni para plantearse el
desafío de “quedar bien”. Es el momento para sentir; así de simple. Sin guiones,
sin posturas ensayadas, sin el glamour de la lencería fina ni artificios de
peliculita porno.
Por ello para mí, un buen Mañanero es definitorio, y
no sólo visto bajo la lupa cortoplacista de “pasar bien el día”, sino mucho más
allá. El Mañanero te quita la careta, te expone tal y como eres, te enfrenta al
otro en tu peor facha: hinchada, despeinada y con mal aliento. Si aún así, eres
capaz de excitar y excitarte por el que está frente a ti en iguales
condiciones, entonces se ha dado un gran paso. Se ha degustado el mejor sándwich
de la historia. Ese, que con ingredientes comunes, sin grandes pretensiones, pero
con la cocción justa y la sazón perfecta, te lleva indefectiblemente a creer
que has llegado a las puertas del cielo.
Feliz domingo y buen provecho…